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Jaime Tatay. Algunas personas cambian su medio de transporte tras la lectura de un informe científico sobre el calentamiento global. Unas pocas modifican su dieta tras ver un reportaje sobre la deforestación en el Amazonas y el papel que la agroindustria juega en ese proceso. Otras, quizá, empiezan a mirar el origen del pescado que compran en el supermercado después de enterarse de los devastadores efectos de la pesca industrial en muchas pesquerías. Las hay, también, que deciden no comprar ropa de determinadas marcas al descubrir las condiciones laborales de las personas que las confeccionan. Hay quien, incluso, acude a su banco a preguntar dónde se están invirtiendo sus ahorros después de leer un artículo sobre comercio y venta de armas. Pero la inmensa mayoría, reconozcámoslo, no lo hacemos.

Como afirma Peter Singer, con una mezcla de ironía, resignación y realismo al reflexionar sobre el comportamiento humano: “los hechos, por si mismos, no nos proporcionan las razones para la acción”. ¿Quién las proporciona entonces? ¿Quién es capaz de motivar, impulsar y sostener el compromiso ético a lo largo del tiempo? ¿Quizás las religiones?Las religiones, ¿parte del problema?Mucho se ha debatido en las últimas décadas sobre el papel histórico de las tradiciones religiosas en la degradación del medioambiente. Incluso se ha tachado a las religiones bíblicas de “ecocidas” al incitar al ser humano a “crecer y multiplicarse”. ¿No han sido ellas acaso una de las causas principales de los problemas ecológicos, con su insistencia en la supremacía del ser humano sobre el resto de seres vivos y su connivencia con la mentalidad desarrollista que nos ha conducido a la actual crisis de sostenibilidad?Esta opinión, escuchada a menudo cuando se plantea la cuestión, se remonta a un polémico y fecundo artículo publicado en 1967 por Lynn White. El historiador americano concluyó que la actual crisis ecológica es, en último término, un problema de orden religioso. Un problema que hunde sus raíces culturales en el monoteísmo de matriz judeo-cristiana que coloca al ser humano en el centro del mundo natural, configurando una cosmovisión que justifica la explotación de la naturaleza. Paradójicamente, y a pesar de su crítica (o precisamente por ello) para White la solución debería ser acorde al origen del problema: una solución cultural-religiosa.

Saber si las religiones en general (y los monoteísmos de raíz hebrea en particular) son el principal culpable del problema ecológico seguirá siendo materia de debate durante mucho tiempo. Sin embargo, y al margen del posicionamiento respecto a esta cuestión, es innegable que las religiones han configurado las cosmovisiones dominantes y siguen siendo, en la mayor parte del mundo, una poderosa fuerza cultural capaz de modelar hábitos e influir en las decisiones de sus seguidores. A pesar de su desconcertante diversidad y complejidad, las religiones son uno de los principales recursos donde encontrar símbolos, inspiración espiritual y principios éticos capaces de sostener el compromiso moral.

Las religiones, ¿parte de la solución?Las religiones, afirma Gary Gardner, poseen cinco fortalezas necesarias para la transformación social que otros actores no pueden combinar: tienen la capacidad de conformar cosmovisiones; poseen autoridad moral; son fuente de motivación espiritual y emocional para millones de seguidores en el mundo; poseen una extensa red institucional y un significativo capital financiero; y, por último, son también importantes generadoras de capital social-relacional.

Es más, a pesar de sus divergencias ideológicas y sus desencuentros históricos, movimientos religiosos y proponentes de la sostenibilidad comparten múltiples elementos en común en el análisis del problema socio-ambiental contemporáneo: ambos ven en la naturaleza algo más que valor económico, ambos introducen una dimensión moral en el análisis y ambos oponen -aunque por razones distintas- la acumulación y el consumo excesivo.

Una alianza entre ambos actores, ¿no daría, acaso, un impulso definitivo a la búsqueda de la sostenibilidad?

Algunas claves imprescindibles del análisis religioso Para la mayoría de tradiciones religiosas la crisis socio-ambiental contemporánea hunde sus raíces en una distorsión teológica y un desorden antropológico que conduce a la degradación de los bienes comunes y de las comunidades, a una inversión del verdadero desarrollo humano y a formas de injusticia social “intra” e “inter”-generacional.Para Sally McFague, una de las principales eco-teólogas contemporáneas, la degradación medioambiental ha colocado la teología en “un nuevo clima” de reflexión[3]. Quizás por ello Jürgen Moltmann, inquieto también por la cuestión ecológica, se pregunta: “¿No es la destrucción de la naturaleza el resultado de la distorsión de nuestra relación con la naturaleza, con nosotros mismos y con Dios?”

En esa misma dirección apuntó ya Papa Pablo VI en 1971 al afirmar que “a través de una explotación exagerada de la Naturaleza, el hombre puede destruirla y ser víctima de la misma destrucción”. La toma de conciencia del problema ecológico como amenaza para el bien común y como problema moral fue ampliada por Juan Pablo II y, más recientemente, por Benedicto XVI, quien identificó en su homilía inaugural de pontificado las raíces espirituales de la explotación medioambiental:“Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción.”

El análisis de teólogos y del magisterio de la iglesia coincide con la opinión de un número creciente de analistas: la compleja crisis socioambiental contemporánea no es solo el resultado de factores económicos, políticos y sociales. Es también una crisis moral y espiritual que, para poder ser abordada, requerirá de una comprensión filosófica y religiosa más amplia del ser humano como criatura de la naturaleza; un ser sometido a los límites físicos de los ecosistemas terrestres; un ser dependiente de otros seres humanos para su bienestar y “eco-dependiente” de la biosfera para su supervivencia.

¿Una “lectura laica” de la dimensión religiosa del problema?La revisión antropológica y ética que la crisis ecológica está demandando no es preocupación exclusiva de las tradiciones religiosas. Resulta significativo que Jorge Riechmann, destacado pensador eco-socialista, haya sugerido que la salida a la actual encrucijada civilizatoria precisa de una “conversión” y pasa por recuperar el concepto de límite y de lo sagrado: “Cuando evocamos límites que no debieran en ningún caso franquearse, se presenta de inmediato ante nosotros el concepto de lo sagrado,” afirma el poeta y filósofo moral madrileño.Renunciar a la ilusión de control, a la arrogancia epistémica y al mito de la omnipotencia exige “renunciar a cualquier auto-engaño y tratar de mantenernos en lo que cabría llamar un humanismo trágico y una espiritualidad trágica. La cual, por lo demás, a mi entender no se halla lejos de las intuiciones que el budismo o las vías místicas de todas las religiones (también, por supuesto, el cristianismo), defienden desde hace muchos siglos”.

Los análisis científicos, técnicos y económicos son imprescindibles, pero no suficientes para abordar un problema que, en su raíz, es de orden cultural. La crisis de sostenibilidad contemporánea no es sólo un problema del sistema económico capitalista. El capitalismo quizás exacerbe una situación de desequilibrio originario, de orden antropológico, pero no es la causa última del problema.El reto de la sostenibilidad consistirá en distribuir los medios de producción, formar a un consumidor responsable y reorientar el sistema económico; pero consistirá también –y principalmente– en impulsar una transformación cultural, re-politizar y re-educar nuestras conciencias y nuestros hábitos, pasar, como dice Riechmann, de una “cultura de la hybris a una cultura de la auto-contención”. ¿Y no ésta, acaso, una tarea de carácter cuasi-religioso?

El imprescindible diálogo ciencia-religiónLa crisis ecológica no será resuelta únicamente por medio de la ciencia y la tecnología. El diálogo ciencia-religión resulta parte indispensable de la solución. Tan necesaria como una transformación del sistema económico, del modelo de producción y de consumo es la conversión de las convicciones, los valores fundamentales y las actitudes hacia la vida. El restablecimiento del diálogo entre ciencia y religión -roto en la modernidad- es una de las tareas pendientes de la cultura occidental y una de las grandes oportunidades para hacer converger dos de las principales fuerzas de transformación de nuestra civilización en el trabajo por un mundo más justo y sostenible.

El diálogo y el trabajo conjunto entre estos dos actores sociales resulta necesario, no solo por las posibles ventajas “estratégicas” y el efecto multiplicador del trabajo coordinado, sino también porque podría subsanar un cisma histórico que ha separado, en palabas de Gardner, “el corazón y la cabeza de nuestra civilización”.

El énfasis moderno en la dimensión cognitiva -racional y lógica- del ser humano minusvaloró la importancia del sentimiento y la emotividad como elementos básicos del bienestar humano y de la transformación social, ocultando la dimensión de lo sagrado. Este empobrecimiento en la compresión de la naturaleza humana ha sido uno de los principales factores que ha conducido a un concepto de desarrollo humano centrado en los aspectos materiales (capital material y financiero), obviando elementos clave del bienestar personal (capital humano), colectivo (capital social) y medioambiental (capital ecológico), hoy día reconocidos por un creciente número de voces.

Es cierto, también, que la preocupación medioambiental ha sido, y sigue siendo, un tema secundario en muchos círculos religiosos comparado, por ejemplo, con el paro, la violencia, la pobreza o la falta de acceso a la educación. Un problema como el consumismo es visto más como un desorden antropológico que socaba el equilibrio humano y espiritual de la persona y de la sociedad que como un problema medioambiental. Pero es cierto igualmente que un creciente número de congregaciones y movimientos religiosos están identificando los problemas medioambientales y sus efectos dañinos sobre el bien común, sobre los más vulnerables y sobre las futuras generaciones como una cuestión de preocupación religiosa. Los proponentes de la sostenibilidad, de igual modo, están también redescubriendo el potencial movilizador de las religiones y la necesidad de alimentar “espiritualmente” el compromiso por un mundo más justo y sostenible.

Junto a la constatación de la raíz espiritual-religiosa del problema, se advierte la necesidad de articular los argumentos racionales y científicos con la motivación necesaria para poner en marcha medidas urgentes y sostener compromisos éticos a largo plazo. Volviendo a la pregunta que arrancaba la reflexión de este artículo: ¿Quién es capaz de motivar, impulsar y sostener el compromiso ético a lo largo del tiempo? ¿Quizás las religiones?Las religiones tienen un enorme poder para conformar identidades, modelar cosmovisiones, ampliar horizontes morales, suscitar consensos éticos y sostener la motivación a lo largo del tiempo. Ellas ayudaron a configurar una ética universalista, de “amor al extranjero”, más allá del clan y de la tribu. Ellas han sido -y siguen siendo- fuente de inspiración y motivación en la transformación del yo, en la moderación del deseo y en la formación de la conciencia de los límites. Ellas cumplen, en definitiva, un papel social insustituible en la transformación de la sociedad.

Obviar el potencial humanizador e integrador de las religiones y su capacidad para ampliar el círculo del compromiso moral sería renunciar a un gran apoyo en la enorme tarea que enfrentamos.

Tomado de: Gastar la Vida, El bloc de Cristianisme i Justícia.