Quizá lo más cómodo sería no escribir ni leer sobre el tema de migrantes y refugiados. Perdonarán la insistencia, pero se me revuelven las tripas cada vez que veo sus terribles condiciones de vida y su dolor y, al mismo tiempo, la inacción de ciudadanos y políticos que consideran que el tema no les incumbe o que, por el contrario, se sienten amenazados hasta tal punto que la única reacción que se les ocurre es la represiva.
Hoy, la Unión Europea civil, democrática, solidaria (y cristiana) se ha convertido en un continente alambrado, incapaz de reconocer su propio fracaso. Tristemente, los más activos no son los defensores de los derechos humanos, sino los miembros de los partidos radicales ultraconservadores, los herederos del nacionalsocialismo nazi, dispuestos a dar palo a cualquiera que cruce la frontera.
También yo me quedo asombrado y apenado de cuanto sucede en el sur de Europa, de la violencia que sufren migrantes y refugiados, tantas personas que han sentido la necesidad de dejar su tierra y sus raíces para salvar su pellejo y el de sus hijos. ¿Será un delito vivir con los ojos puestos en el futuro?
Lo que en estos últimos años hemos visto y oído a través de los medios de comunicación debería de ayudarnos a cambiar no solo la percepción, sino el corazón y el compromiso con los más pobres. Con la boca hacemos profesión de fe democrática y ética, pero tendríamos que preguntarnos qué estamos dispuestos a hacer para acoger a los migrantes. No me refiero solo a los europeos. Hablo de nosotros mismos, ajenos a lo que ocurre en nuestras propias fronteras y en esa inmensa movilidad interna que va del campo a la ciudad.
El compromiso solidario comienza por abrir los ojos y el corazón, de modo que veamos a los invisibles y se nos hagan presentes los ignorados. Para nuestra confusión, también a los cristianos, demasiadas veces, se nos encuentra cerca del poder y lejos de los pobres. Ignorar el dolor del hombre nos alejará del evangelio y nunca nos llevará a buen puerto.
Sufrimiento e indolencia también pueden ser una buena oportunidad para pensar y superar la tentación de blindar nuestra propia comodidad. Mi viejo profesor de ética solía decir, parafraseando al poeta, “que todo es del color de la esperanza con que vivimos”. No es fácil abrir puertas, acoger e integrar al diferente. Pero en un mundo globalizado en el que la movilidad humana, por las más diversas razones, afecta a millones de personas, vivir de espaldas a los migrantes y refugiados sería un torpe suicidio. Ellos, con sus hijos y enseres a cuestas, han aprendido a sufrir y lucharán por encontrar un hueco donde sea…
¿Qué nos toca? Cambiar la mirada, orar en silencio, cuestionar nuestra pasividad y dar la mano al que camina a nuestro lado por diferente que sea. La aldea global nos recuerda que todos somos humanos. Y el cristianismo apostilla que todos somos hermanos.
Este contenido ha sido publicado originalmente por Diario EL COMERCIO