He leído un precioso texto de Rafael Miner sobre la soledad, algo desolador que hoy, en esta sociedad individualista en la que cada uno parece ir a lo suyo, es causa de gran sufrimiento para mucha gante. Ustedes pensarán en los ancianos, pero no sólo. También muchos jóvenes viven la experiencia de la soledad, sin saber muy bien hacia dónde tirar, hacia dónde ir.
Lamentablemente, abundan las investigaciones sobre los efectos de la soledad en la salud, en el deterioro de enfermedades crónicas. Hasta hace poco se hablaba de la inversión de la pirámide de población, que ya no es pirámide, pues cada día aumenta el número de mayores y disminuye el de jóvenes. Hoy son más los niños que nacen de milagro que por fecundación in vitro.
Conviene aclarar: una cosa es el aislamiento social y otra la soledad. De hecho, las personas pueden aislarse socialmente y no sentirse solas. Yo conozco mucha gente con vocación ermitaña. Y conozco a mucha más gente que se sienten realmente solas incluso en compañía de su legal esposo o esposa, sobre todo si sus relaciones no son satisfactorias a nivel emocional. Quizá por ello, el Papa Francisco dijo en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium: “Una de las enfermedades que veo más extendidas hoy… es la soledad, propia de quien no tiene lazo alguno. Se ve particularmente en los ancianos, a menudo abandonados a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de referencia o de oportunidades para el futuro; se ve igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras ciudades y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han venido aquí en busca de un futuro mejor”. Lo cierto es que vivimos la paradoja de un mundo globalizado lleno de casas de lujo y de edificios de gran altura con cada vez menos calor de hogar y de familia. Abundan los placeres y falta el amor. Así como todo el mundo habla de libertad pero cada vez tenemos menos autonomía. De ahí al egoísmo, a la melancolía, a la violencia o a la esclavitud del dinero, hay un paso.
¿Qué hacer? Me permito aconsejarles: cultiven la espiritualidad, la vida interior. Bien vivida, mantendrán un sano equilibrio entre soledad de la buena (la que nos permite encontrarnos con nosotros mismos) y relaciones humanas y humanizadoras. Es un equilibrio que nos ayuda a pensar, escuchar, llamar a las personas por su nombre, comer rico, cuidar la higiene y mantener viva la curiosidad. Si además, en los espacios de la soledad le dejan un pequeño lugar a Dios, encontrarán no pocos motivos para seguir viviendo.
Siempre me emocionaron algunos textos de Saint-Exupery sobre la amistad (lean “Tierra de hombres”). Narra la historia de un piloto al que salva el recuerdo de su mujer. Nos recuerda que la calidad de la vida está en función de la calidad de los vínculos afectivos. Es el amor quien salva la vida.
Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente original: Diario El Comercio