Christian Bromberger es un reconocido antropólogo y amante del futbol. Lo valora como una visión del mundo y como un ritual que refleja en muchos aspectos a nuestras sociedades contemporáneas. Toco el tema pues sentiría que, después del Mundial de Rusia y una vez apagadas las luces de los estadios, pasáramos de puntillas sobre un fenómeno que ha movilizado masas, medios y dineros a espuertas.
Los estadios fácilmente se comparan con santuarios, subrayándose la afinidad entre la pasión por el futbol y la religión. Hay, en efecto, un espacio consagrado (el césped), oficiantes (los jugadores), feligreses que siguen fielmente toda una liturgia, incluida una serie de actitudes mágico-religiosas. Sólo echo de menos un mensaje que hable de salvación, aunque quizá ese sea el sentimiento de no pocos hinchas cada vez que su equipo gana el partido. Un sentimiento efímero pero lo suficientemente fuerte como para alimentar la ilusión de toda una semana.
En el 2005, Manuel Vázquez Montalbán escribió un libro titulado “Futbol, una religión en busca de un Dios”. Definía el futbol como “una nueva religión laica organizada para beneficio de las multinacionales y las televisiones”, con un claro contenido ritual. Viendo la locura del Mundial, así como la envergadura de sus dimensiones políticas y económicas, he comprendido el significado del fenómeno. Y es que una vez perdida la confianza en la política y en la religión, sólo queda el partido de la liga para sentir la identidad y gritar a favor de algo. Es duro decirlo, pero el futbol da sentido a muchas personas y les permite mirar el futuro con una cierta esperanza.
Sobre todo, el futbol se ha convertido en un escenario global, hasta el punto de que Rusia, por un momento, se convirtió en una torre de Babel en la que se podían escuchar todas las lenguas. O quizá sea una simple metáfora de las referencias perdidas y de la complejidad de la vida: la bondad y la maldad, la generosidad y el egoísmo, la justicia y la corrupción. Tal vez los gritos desaforados de las masas no sean más que intentos de vomitar dramas cotidianos, la voz de los sin voz o, simplemente, horas robadas al diván del psiquiatra.
Hay un relato simpático en el que Dios ve un partido de futbol y tiene que atender las plegarias de todos, del portero y del que lanza el penalti. Se angustia tanto que decide apagar el televisor, sin saber a quién favorecer. Lo cierto es que el futbol está impregnado del simbolismo de la fe, poco pura, fanática y supersticiosa, pero capaz de llenarlo todo.
Mi gran temor, harto de una religión alienante y opio del pueblo, es que el futbol coja la posta y nos mantenga idiotizados hasta el punto de perder el sentido profundo y personalizador de la vida. Perdonarán si aflora el pequeño filósofo que llevo dentro, porque yo, propiamente, no logro entender qué pasa cuando pitan un fuera de juego.
Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente: El Comercio