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La situación de Venezuela me hace repensar la de Nicaragua y me pregunto cómo es posible, enarbolando la palabra “revolución”, haber llegado a semejantes infiernos. Hoy, “revolución” se ha vuelto una palabra maldita, sinónimo de hambre, opresión y sufrimiento sin límite. ¿De quién? ¿De los ricos? No. Sufrimiento de los pobres, de los más pobres, lanzados sin piedad a recorrer caminos de migración y de refugio, a saltar muros y a enfrentarse con la xenofobia o con la indiferencia de muchos.

La situación en Nicaragua se ha enquistado de tal modo que ya nadie puede negar que el régimen del camarada Daniel Ortega reprime cruelmente a quienes se manifiestan en la calle pidiendo justicia, libertad y democracia. ¿Cómo olvidar las imágenes de los estudiantes refugiados en la iglesia de la Divina Misericordia cercana al campus, a causa de la dura represión policial? No faltaron los muertos y heridos dentro del templo. De la mano del nuncio Sommertag y del cardenal Brenes muchos jóvenes pudieron ser trasladados a la catedral. Mientras los jóvenes caían en Managua, aplastados como chinches, Ortega celebraba un mitin en Masaya invitando a todos a abrazar la paz. Hoy, Ortega y su indigna esposa han perdido toda credibilidad y, como Maduro y sus compinches, auténticos impresentables, sólo se mantienen en pie a golpe de bayoneta. ¿Cuántos muertos serán necesarios aún para que el pueblo respire aires de libertad, recupere la dignidad y la esperanza?

No hace mucho, Jorge Huete, vicerrector de la Universidad Católica de Nicaragua (UCA) decía que el régimen de Ortega se había instalado en la barbarie. Es evidente que tanto en Nicaragua como en Venezuela la población quiere una salida pacífica. ¿Cómo explicar sino la paciencia de la gente? Pero los gobiernos optan por la represión valiéndose de militares y de paramilitares que disparan, sin reparo, al corazón de la gente y al corazón del pueblo.

En medio de tanto dolor, la Iglesia está desempeñando un rol clave. Su opción por el pueblo ha sido clara. Y el precio que ha habido que pagar también. Hoy abundan entre los clérigos las amenazas de muerte, el desprestigio y la violencia. Pero el pueblo ha sentido que sus pastores están cerca y que las víctimas no están solas, que todos son víctimas de la misma barbarie.

¿Cabe la esperanza? Creo que sí, por dos razones. Por un lado se ha promovido, tanto en Nicaragua como en Venezuela, una nueva forma de hacer política, habiendo ahora una alianza cívica que va más allá de los partidos tradicionales. Por otra parte, los jóvenes se han convertido en los grandes protagonistas de la restauración democrática. La Iglesia, en ambos países, está donde tiene que estar: junto al pueblo que sufre, alentando y sosteniendo los sueños de una patria libre en la que se pueda vivir y morir con dignidad. Algún día, no muy lejano, los impresentables caerán en el olvido.
 

 

Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente: El Comercio