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Me hago esta pregunta con frecuencia, sobre todo cuando miro la realidad que me rodea, en la cual los ancianos, otras víctimas del descarte, apenas encuentran acomodo. Salgo a las comunidades monte arriba y, cuanto más subo, la soledad y el frío se hacen más grandes. En los páramos, allí donde la tierra se funde con el cielo y se forman las corrientes de las aguas como si de un milagro se tratara, los indígenas empobrecidos se convierten, los pies desnudos bien plantados en la tierra, en un signo de resistencia. Pero su imagen luce desolada por el deterioro de los años y de la miseria.

No es un tema de coyuntura, pues el abandono de los ancianos viene de muy atrás. Nunca fueron una prioridad. Quizá porque los viejos hace mucho tiempo que dejaron de ser productivos y rentables políticamente. Puede que mis palabras no se acomoden a los intereses del poder o a la indiferencia de la gente, pero, por encima de todo, hay que primar la defensa de la persona, de los ancianos en este caso, frente a la primacía de un dinero que no entiende de ternura y se olvida de la justicia.

Cuando pido ayuda, me encuentro siempre con la misma cantaleta: ni un centavo de dinero público para instituciones privadas. ¿Será que las alianzas público-privadas solo sirven para producir plata? A la Iglesia le toca llenar el depósito de la solidaridad solo con su propio combustible, aunque trabaje mucho y lo haga barato y bien. Sin salir de mi querido Riobamba, pienso en el Asilo de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados de Penipe, en el Comedor de Ancianos de la Pastoral Social Cáritas de la ciudad, en la atención a los ancianos terminales que realiza el Hospital Andino Alternativo,… en tantos proyectos, grandes y pequeños, que tienen que luchar a brazo partido para salir adelante.

Más allá de las políticas de turno, bueno será aunar esfuerzos y apoyar cualquier iniciativa a favor de los ancianos y de los empobrecidos. Hace dos semanas, refiriéndome a los enfermos, hablaba yo de establecer alianzas solidarias y sanadoras entre los distintos agentes sociales, privados y públicos. Para la Iglesia, lo mismo que para las culturas ancestrales, los ancianos representan la fuente de la sabiduría, al tiempo que se convierten en transmisores privilegiados de la verdad de la vida.

Guste o no, el crecimiento siempre implica desprendimiento. En la vejez hay que poner el acento en esta capacidad de desprendernos de cuanto nos ata, quizá porque el horizonte se acorta y pocas cosas devienen fundamentales. Ya no es posible hacer trampas, sobre todo cuando la pobreza (las múltiples pobrezas que acompañan la vejez) se vuelven inevitables. Por eso, toca acompañar y comprometerse con los ancianos.

Ellos nos recuerdan el permanente aprendizaje que es la vida. Nuestra calidad moral, personal y social y, por ende, política, depende del modo en que cuidamos a nuestros mayores.

Artículo original: Diario EL COMERCIO