Observo y leo multitud de actitudes y opiniones sobre ideología de género, abuso sexual y pederastia. Muchas de estas cosas se cuecen en un caldo de cultivo que viene de muy atrás, en general de una infancia desgraciada salpicada de agresiones infames. A todos nos preocupa el abuso de menores por parte de adultos desalmados y delincuentes. Pero poco se habla de agresiones sexuales entre iguales, entre adolescentes y jóvenes, algo que desgraciadamente no falta y que deja en evidencia errores de nuestro sistema educativo.
“Educar” es una hermosa palabra latina (“educere”) que significa sacar de dentro a fuera las posibilidades y dones que cada uno tiene que descubrir y desarrollar, algo que sólo se puede hacer con profundo amor y responsabilidad. Y para ello, los educadores, padres y maestros, tienen que tener presente un buen modelo de humanidad y de vida. Visto lo visto, me pregunto si seleccionamos bien nuestros modelos educativos, nuestros valores y referencias morales.
En la década de los iluminados me tocó defender el derecho de los padres a educar a sus hijos y el de la Iglesia a administrar con libertad sus centros educativos. Así, me tocó lidiar con jovencísimos dirigentes ministeriales, contagiados por el autoritarismo del gran jefe y ebrios de poder, pero con grandes lagunas mentales. Entre otras cosas, la exaltación del laicismo les llevó a menospreciar la dimensión moral de la vida personal en sus programas educativos y a presentar como máximo ideal humano la plena libertad y el derecho innato al absoluto bienestar. Y todo ello por real y totalitario decreto.
¿A dónde nos lleva semejante camino? A que la sexualidad sea únicamente un placer, un elemento más en el programa del buen vivir. Falta la dimensión espiritual de la persona, su responsabilidad moral y su religación (religión) con el misterio de la vida y del amor. Respecto de la sexualidad se dicen muchas tonterías y se promueven frivolidades. Y lo estamos pagando. La sexualidad siempre tendría que ser una dimensión profundamente humana y humanizadora, enraizada en el amor y en el mutuo respeto.
Padres y educadores tendríamos que repensar, con humildad y valentía, nuestros planteamientos educativos, sobre todo qué ideal de humanidad proponemos a niños y jóvenes. Cada uno aporta desde su experiencia y sus convicciones. Sin una recta conciencia moral y sin una sensibilidad religiosa (cristiana o no) la educación humana se vuelve poco menos que imposible. Lo peor de muchos adolescentes y jóvenes no son las agresiones que sufren o provocan de forma inmisericorde, sino la violencia que anida en sus corazones, que les hace crecer y navegar a la deriva. Por encima de la satisfacción personal o del poder ejercido sobre los más débiles, están la dignidad de la persona, la primacía del respeto.
Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente: El Comercio