En el año 1981 Mark Rydell dirigió una película espléndida, “En el estanque dorado”, con intérpretes de la categoría de Katharine Hepburn, Henry Fonda y Jane Fonda. Una mediocre obra teatral en manos de un director inspirado y de tres actores en estado de gracia puede convertirse en un pequeño prodigio. Es la historia del viejo gruñón, que en la casa del lago debe de aprender nuevamente a relacionarse con los suyos. Los protagonistas caminan por la débil cuerda de la sensiblería, pero Rydell logra captar las sutiles emociones que convierten a la película en algo especial.
Nunca deberíamos olvidar que las relaciones humanas son un arte, no precisamente fácil. Familia, amigos, compañeros de trabajo, configuran el humus que sostiene nuestra vida y donde todavía podemos plantar algo y aspirar a que crezca. Precisamente por ello ser cuidados, más allá del envío de un WhatsApp. Con los años podemos volvernos gruñones, encerrados y tristes; pero también, convertirnos en personas adorables, capaces de acoger, acompañar y escuchar a tanto desafortunado, incapaz de meditar en silencio lo que nos pasa dentro y a nuestro alrededor. Nuestra cultura bienestante, individualista y acelerada apenas nos deja tiempo para pensar, rezar, sentir, escudriñar y descubrir el sentido de la vida. Más bien tendemos a vivir al día, pendientes como mucho de la satisfacción inmediata de todos los deseos. Así, casi todo se vuelve efímero, incluida esta avalancha de candidatos a las elecciones seccionales, que hoy son y mañana no serán nada, nuevamente encapsulados en el anonimato, con apenas un viejo recorte de periódico en la carpeta de los recuerdos.
La película de Rydell nos recuerda el valor de las raíces comunes, de lo compartido, del reencuentro, del diálogo, de llegar al fondo del alma del pariente o del amigo… Hay que darse la oportunidad y dársela a los demás. La vejez puede ser ese momento dorado y precioso en el que palabras y signos, en un marco de armonía, recobran su sentido más hondo, desinteresado y esplendoroso. También la película nos recuerda el valor de la sencillez y de la claridad, del perdón y de la reconciliación. Ceden el deber, la obligación y la ambición de llevar a cumplimiento grandes obras. Muchas cosas superfluas desaparecen, incluida la necesidad de una casa grande, de un carro grande, de un gran amor. Es el tiempo de los amores pequeños, de las pequeñas lealtades, de la fidelidad de siempre. Hemingway cuenta que repasaba muchas veces la primera redacción de un manuscrito, solo para tachar y suprimir. Así surgió un texto tan vigoroso como “El viejo y el mar”, que le valió el premio Nobel.
A las orillas del estanque dorado, el viejo gruñón aprendió a mirar el conjunto de su vida y hacer balance. Comprendió que sólo se cambia lo que se acepta. ¿Comprenden por qué la vejez es el tiempo de la sabiduría?
Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente original: Diario El Comercio