La generación que va en la mitad de la vida nunca había visto el continente en tal división. Después de las oscuras décadas de dictaduras acaecidas un poco en todas partes, entre los años 50 y 90, y habiendo retomado -en grados, ritmos y maneras diferentes- los procesos democráticos de diferente color que hacían del continente una variopinta colcha de retazos (Aylwin en Chile, Tancredo en Brasil, el otro ‘Ortega’ en Nicaragua, Quiroga en Bolivia, Belaunde en Perú, por solo nombrar algunos ejemplos), esos procesos se vieron radicalmente truncados por un factor que, a mi juicio, vino a pervertir y socavar todos los intentos de construcción de sociedades plurales y participativas: el narcotráfico y su correlato, la corrupción.
Con este diabólico aderezo que nunca ha sido verdaderamente combatido -porque su interés fontal está más allá de nuestras manos- volvimos a ser condenados al atavismo de encarnar aquello que las ideas democráticas decían combatir: la desigualdad naturalizada y la dominación autocrática de los corruptos de cualquier color y partido. Una vez más, tal como en los tiempos de la colonia, la libertad ansiada y proclamada como ideal político se fue al traste, pervertida por la internalización del papel del amo por parte del esclavo, y por la reproducción -hoy modernizada- de la dominación contra la que decía luchar.
Los poderosos, de dentro y de fuera, han estado siempre y están interesados en nutrir las divisiones al extremo. No siempre se trata de una estrategia consciente, es verdad. Sin embargo, quienes sí son conscientes aprovechan bien de este factor: las noticias falsas y el miedo inducido, manipulando la sobreabundancia de medios de información, son su principal arma; ‘pan nuestro de cada día’ en medio del cual no es posible orientarse con claridad.
Más allá del control maquiavélico de la información, es el interés económico corporativo el que se ha instaurado acríticamente como el rasero con el cual se miden las decisiones políticas, y sociales; lentes desde donde se mira la realidad personal, familiar y grupal (que no es posible decir: ‘social’). La idea de que ‘quien piense distinto de mí’ es automáticamente una amenaza para los propios intereses se reproduce en ambientes sociales cada vez más amplios, comenzando en los clanes familiares, los grupos sociales, las corporaciones empresariales, hasta normalizarse en ideologías partidarias con altos tintes nacionalistas que van destruyendo la posibilidad de la política como construcción del bien común y, más grave aún: de la ética (o moral, si se le quiere llamar así) como ejercicio crítico, libre y autónomo de las acciones personales.
Las mafias del narcotráfico y los “cárteles” financieros, empresariales y comerciales se diferencian, sin duda, en la legalidad de sus ‘actividades fin’, pero se equiparan en la inmoralidad con la que se gestionan y en las consecuencias nefastas de su manera de actuar. En América Latina y el Caribe la “cosa pública” ha sido privatizada mafiosamente para el beneficio de unos pocos. Basta saber que tan solo entre marzo de 2020 y marzo de 2021 -justo en el ojo del huracán pandémico- la riqueza de los multimillonarios latinoamericanos se multiplicó en un 40%, pasando de 284 mil millones de dólares a 480 mil millones, distribuidos entre sólo 107 personas. Entre tanto, la pobreza extrema (personas que sobreviven con menos de 1,90 dólar diario) se instaló en la vida de 78 millones de personas (12,5% de la población) y 209 mil millones de personas (33,7% de nuestra población continental) cayó bajo el índice de pobreza: condiciones indignas de vida a niveles que no se presentaban en los últimos 20 años.
Por eso, hasta los especialistas económicos de los organismos multilaterales están planteando la necesidad de grabar a los más ricos para poder solucionar los desajustes estructurales, so pena de continuar reproduciendo -en escala incontrolable- el torbellino de injusticias y violencia que trajo este modelo.
Sin embargo, los clanes gobernantes y las clases medias-altas (ricas), que temen que los privilegios alcanzados en los 20 últimos años se les vayan de las manos, no han querido aceptar que la teoría neoliberal del ‘derrame’, que los llevó hasta allí por la concentración de recursos en unos pocos individuos, no sólo acarrea el problema ético de la desigualdad, sino que es también un problema instrumental, porque “cuando la concentración de recursos se traduce en una concentración de poder político, como suele ser el caso, puede conducir a un círculo vicioso que perpetúa estos resultados y distorsiona las políticas y la asignación de recursos”, como señala Luis Felipe López-Calva. Mediante la acusación interesada de ‘venezuelización’ se exorciza fácilmente, por la dominación del discurso público, toda posibilidad de salir de este círculo vicioso.
No es extraño, pues, que en breve tiempo hayamos pasado de ser “colcha de retazos” a “campo de batalla”; basta ver lo que sucede en Perú, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Honduras, Venezuela: sociedades radicalmente divididas y enfrentadas en nombre de ideologías (de ambos bandos) que -de facto- representan y sostienen poderes financieros y económicos ‘para’ y ‘trans’ nacionales.
No todo es culpa nuestra: ni los retazos ni la guerra en que estamos sumergidos; las manos que manejan los hilos de esta historia no nos pertenecen. Pero la responsabilidad de superar esa situación nos cabe a todos nosotros; nadie lo hará en nuestro lugar. Por eso es urgente superar la lógica de la confrontación y de la división radical mediante la asunción consciente de un discurso y de una práctica política (civil y oficial) que encuentren razones para trabajar juntos, que ayuden a superar la cortedad de miras de los discursos clasistas, racistas y corporativistas; un discurso y una práctica que reconozcan la realidad cruda y dura (con sus fracasos y sus aciertos) por encima de las ideologías que nos ciegan; que abran espacios de participación crítica, escucha y decisión a las mayorías postergadas; un discurso y una práctica en la que se encuentren y reconcilien las propuestas de la iniciativa privada y las necesidades y exigencias del bien común - público. ¿Cómo avanzar hacia ese ideal?
Al menos, dos elementos son indispensables. En primer lugar, la educación de calidad para todos y todas, con independencia de cualquier condición. En segundo lugar, el rescate del mundo del sentido, de los valores humanos, de lo artístico y el valor estético; en otras palabras: el rescate del mundo del Espíritu. ¡Que de un laberinto sólo es posible salir por encima!