Veremos como trasfondo las diversas caras del mal y la manipulación con la que éste actúa para destruir.
Asentada en tres actuaciones memorables: De Niro, DiCaprio y Lilly Gladstone.
El espectador recibe la “insulina” en dosis pacientes para ir matando, poco a poco, cualquier inocencia sobre la condición human
Peio Sánchez
Ya sabemos que Martin Scorsese ha hecho girar sus historias sobre los tortuosos caminos de la redención. Pero quizás en las últimas películas el foco se asienta sobre lo que se ha venido en llamar la banalidad del mal. Así esta larga historia- casi tres horas y media de duración- sobre los asesinatos en serie de los miembros de la nación indígena Osage por los años 1920 en Oklahoma, veremos como trasfondo las diversas caras del mal y la manipulación con la que éste actúa para destruir.
Asentada en tres actuaciones memorables. Robert de Niro, con 80 años, construye un personaje radical y razonablemente malvado bajo la capa de bien. Protector aparente de los Osage es en realidad su destructor por dos motivos que le constituyen en mafioso: el dinero y la familia. Leonardo DiCaprio, colaborador habitual de Scorsese (once películas juntos), que ya tocaba la madurez en “El renacido” (2016) ahora la consuma en un personaje doblado sobre sí mismo: ambicioso y enamorado, culpable e inconsciente, asesino a paso rápido y a fuego lento, mentiroso y manipulado. Y, por fin, ese gran descubrimiento que es el rostro de Lily Gladstone, en un registro de aparente ingenuidad que cree en el amor y la bondad, pero que sabe en su interior que su confianza posibilita la desgracia. Sobre estos tres ejes que sostienen la película, este contador de historias va incorporando malvados a sueldo y poderosos cómplices, en contraste con unos indígenas demasiado ingenuos para tener tanto dinero al convertirse sus tierras en plantaciones de torres extractivas de petróleo.
En “Silencio” (2016) el inquisidor Inoue Masashige era un ejemplo de la astucia y la profundidad del mal, capaz de torturar y doblegar de la misma manera que el tío William Hale de nuestra película. Es el instigador diabólico marcado por la ambición: inteligente, calculador y embustero. El ángel del mal que se presenta como ángel bueno. En “El irlandés” (2019), Frank Sheeran era un antiguo sindicalista convertido en asesino a sueldo que es capaz de matar incluso a su mejor amigo. Nuestro sicario, Ernest Burkhart, no solo comparte con este personaje la condición de antiguo combatiente, sino también su dejarse llevar en un descenso infernal. El metraje en buena parte se ocupa en acumular su maldad obediencial, casi debida a su padrino mafioso que va mostrando en la progresión geométrica de la iniquidad. El espectador recibe la “insulina” en dosis pacientes para ir matando, poco a poco, cualquier inocencia sobre la condición humana.
Pero la esencia del poder se articula social y espiritualmente. La logia masónica representa el poder oculto donde la complicidad secreta afecta a médicos, banqueros, policías y políticos. Lo católico, como marca social, tampoco sale bien parado, nuestros malvados conjugan a Dios justificando sus desmanes. Y el cura, al que acude la pobre Mollie, tampoco parece enterarse funeral tras funeral. De la fe solo se salvan los indígenas y especialmente la esposa sufriente, casi mariana. Su fe la demuestra en la oración de cada día junto a su pequeña. Es la pureza del animismo natural que se ha hecho cristiano. La confianza en que al menos alguien habrá bueno a su lado. Resistencia, muerte tras muerte, donde esta vía dolorosa se va marcando en su rostro. Con esa ingenuidad de la gracia desgraciada propia de algunos personajes femeninos entre a los que ahora conviene citar el icono de Gelsomina de “La strada” (1954) de Fellini.
Lástima que Scorsese termine amainando su crítica a “El nacimiento de una nación” (1915) que quiso mitificar David W. Griffith, psicoanalizando a un pueblo que, en definitiva, se ha asentado sobre una conquista colonial. Con la llegada del 7º de Caballería, en este caso con los chicos de John Edgar Hoover del naciente FBI, los asesinatos se aclarecen y los culpables inmediatos son juzgados. Aunque nada cambie en el fondo del podrido estanque del mal.
Lo que destruyó al pueblo originario Osage ya no fue una conquista militar sino un petróleo tan negro que termina por impregnarlo de muerte. Exactamente como Paul Ricoeur, cristiano fenomenólogo, hablaba de la mancha. Hay en este film postrero del director que un día fue seminarista una elegía desesperada. El magnífico final teatral donde el mismo interviene viene a ser una lamentación. La bondad se retira por el foro y en el espectador queda el lamento. Pero, ¿hay alguien más?
Fuente: Religión Digital