El feminismo puede ser irritante para muchos, máxime en una sociedad tan machista y conservadora como la nuestra. Pero hay que comprender que la historia tiene sus momentos álgidos y sus excesos. Lo cual no quita que haya que defender a la mujer, su dignidad y su radical igualdad con el hombre a la hora de la promoción humana, del trabajo, del sueldo, del reconocimiento social y de la defensa de sus derechos. Por eso, me parece de maravilla que las mujeres alcen su voz a la hora de un debate crítico sobre lo que significa ser mujer. Permanecer en silencio es una forma sutil pero importante de desigualdad de género. En este momento, la palabra no la deben de secuestrar ni los políticos ni los ideólogos y, menos aún, cuantos piensan que lo mejor para adquirir poder es siempre un río bien revuelto.
La palabra corresponde, en primera instancia a las propias mujeres. Si renuncian a hablar quedarán fuera del debate público, lo cual perpetuará el drama de la violencia y del acoso sexual, del femicidio, de la sumisión y del ninguneo. Son lacras que nos sacuden y revuelven en lo más hondo como personas y como sociedad. Cuando estas cosas ocurren, el pensamiento de las mujeres, sus reivindicaciones y su mismo trabajo profesional se vuelven poco a poco invisibles.
Llaman la atención las fracturas pequeñas (las de la vida cotidiana: tener que cuidar de la casa y de los niños en solitario, aunque se trabajen las mismas ocho horas que un marido machista y comodón) y las fracturas grandes que siempre acabarán transformándose en reivindicaciones políticas (la brecha salarial, la mayor inseguridad laboral, la escasa representación en los puestos de autoridad en cualquier sector profesional, político o religioso).
Pasan los años y, con ellos, las revoluciones políticas y ciudadanas pero, al respecto de las mujeres, seguimos manteniendo una persistente y flagrante desigualdad. Lo cierto es que toca repensar, debatir y socializar, más allá de una ideología simplificadora y un especial momento político en el que todo vale con tal de ganar votos o cotas de poder. A pesar de las coyunturas, el mensaje respecto de las mujeres tiene que ser rotundo: es necesario poner fin a la discriminación y a la violencia que las mujeres sufren sólo por el hecho de serlo.
Puede que muchos vean semejantes reivindicaciones como una amenaza (¿para quién?), como una ideología excluyente con dedicatoria para los hombres. Es un craso error. La radical igualdad entre hombres y mujeres (tanto en su dignidad como en el ejercicio de sus derechos) está consagrada en la Constitución y es la base de una sociedad plural, libre y democrática. No deja de ser patético que uno de los derechos fundamentales a defender sea el derecho a la vida frente a un macho depredador que prefiere la muerte a la libertad. Ojalá comprendamos que con machismo y violencia no puede haber democracia.
Autor: Julio Parrilla, obispo de Riobamba y miembro de Adsis.
Fuente: El Comercio