“El último de los injustos” es un documental imprescindible. Claude Lanzmann, el director de “Shoah”, la película definitiva sobre el Holocausto, recupera una serie de entrevistas a Benjamin Murmelstein, el último presidente del Consejo Judío del campo de concentración de Theresienstadt.
La realización de más de tres horas consigue mantener el alma en vilo sobre la base de un testigo supervivienteinteligente e irónico, que imprime a sus confesiones una mezcla de luz y oscuridad, que sabe a autenticidad, que no es exactamente verdad, y que estremece e interroga como quien te invita a dar un paseo por el infierno.
La presentación de Lanzmann acompaña la entrevista, en alemán, realizada en Roma en 1975 con la recitación en francés de algunos fragmentos comentados del libro “Terezin, el gheto modelo de Eichmann” del propio entrevistado. Este Lanzmann envejecido sigue siendo un cancerbero de la memoria que nos lleva por un camino del recuerdo donde los paisajes vacíos de ciudades y campos se convierten en escenarios, apenas imaginados, de la atrocidad. Donde son repasados los rastros del dolor en los nombres de las infinitas listas en lápidas y paredes, en el canto del kaddish, la plegaria fúnebre, en los dibujos-testimonio de las víctimas, incluso en las imágenes de la mentira de la propaganda nazi.
Tres motivos obligan a ver este documental. En primer lugar para recomponer la historia. Así Hannah Arendt se engañó (da risa dira el testigo), en concreto, en su modelo sobre la banalidad. “Yo conocí bien a Eichmann, yo estuve en primera línea. Él no era un hombre banal y pequeño. Era un demonio”. El mal banal existe pero no era el ejemplo. Además el diseño del exterminio era una mezcla diabólica de violencia y mentira. Y donde la manipulación y el enmascaramiento del mal lo multiplicaba geométricamente. Por eso la memoria es imprescindible, para atisbar la verdad, ya que la otra cara de la mal siempre es la mentira.
En segundo lugar, porque una visita como ésta a un campo de concentración es un ejercicio necesario para reconocer la radicalidad del mal. Este descenso al pecado original es un ejercicio de humildad y lucidez para prevenir y curar, para avisar y vigilar nuestros miedos. Incluso para descalzarse y mirar más allá del mal.
Y por último, por el valor del testigo. El testimonio de este superviviente, víctima y verdugo, entre el yunque y el martillo, marioneta ridícula, funámbulo de la vida y la muerte, cuyas confesiones entre sinceras y autojustificativas nos atrapan en nuestra propia ambigüedad de la verdad maquillada para poder ser contada y resistida, e incluso poder ser perdonada.
El testimonio de Benjamin Murmelstein fue excluido de “Shoah” por el director ahora arrepentido tras 30 años. Su declaración se consideró no creíble en el juicio de Eichmann en Jerusalén. Probablemente por ser la suya una “verdad incómoda”. En él se muestra como la más radical manipulación de las víctimas consiste en hacerles co-protagonistas del mal que mancha y salpica a todos (también nosotros).
En un momento descriptivo de la atrocidad cuando un grupo de prisioneros van a ser ahorcados, un nazi grita a un joven que sube al patíbulo, “sube cobarde”. Entonces éste contesta “no soy un cobarde, soy un inocente”. Se coloca la soga y se lanza al vacío. Mientras nos preguntamos, ¿acaso soy inocente?
Probablemente Claude Lanzmann ha necesitado estos 30 años de distancia, de vejez, para mirar compasivamente a “El último de los injustos”. A este Sancho Panza, realista superviviente, a este dinosaurio en una autopista. Probablemente porque compadecernos de Benjamín Murmelstein es saber que todos tenemos que pedir perdón y que tendremos que ser perdonados.
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