La vida no siempre nos depara tiempos felices. A veces tiembla la tierra y, otras veces, es el corazón el que se remece y nos quiebra. La vida arrancada de cuajo no deja demasiado espacio para la poesía, pero en la mayoría de las ocasiones, a pesar del dolor, siempre hay un espacio para la sobrevivencia. Muchas personas, en Manabí y en otros muchos lugares, han experimentado en estos días qué significa sobrevivir y gozar de una nueva oportunidad. La muerte está ahí, terca y repetitiva, reducida a un número oficial de decesos. Pero, detrás de las cifras, de cada muerto contabilizado, hay un nombre, una mujer, una familia, una historia, un dolor… Los medios reflejan las imágenes impactantes, la magnitud de la tragedia, pero apenas pueden mostrar las heridas del alma, esa inmensa decepción de ver cómo se derrumban la vida y los sueños. Duele contemplar hasta qué punto somos poca cosa, finitos y vulnerables… Desde la más tierna infancia nos preparamos para vivir: largos años de estudio, de aprendizaje, de espera y de esperanza, alimentando la ficción de que somos excelentes, de que el éxito es para siempre, de que todo se puede comprar y vender. Quizá tendríamos que prepararnos para las interminables horas de la soledad, para afrontar la adversidad y para aprender a morir. Cierto que ese aprendizaje está lleno de interrogantes, de dudas, de temores,… Pero creo que cuestionar nuestra vida, tratar de llenarla de sentido, de un poco de amor y de ternura, es la única garantía de vencer a la muerte, de no doblegarnos fácilmente a su destino. ¿Tendrá la muerte la última palabra? La fe cristiana nos dice que no. Para ella, un solo vaso de agua dado con amor abre las puertas del paraíso. En un minuto, todo puede ser reducido a escombros, menos el alma humana. Y así, mientras los muertos descansan en paz, ¡bendita Pascua!, a nosotros nos corresponde la hora de la transformación. No podemos ceder ante el ciego destino y pensar que todo ha terminado o perdido. No es verdad. La vida sigue y los sueños renacen. A veces, hay que cerrar los ojos para ver. No siempre es fácil aceptar que así sea, pero de las experiencias del dolor propio y ajeno es posible entrar en contacto consigo mismo, con el propio corazón, con el auténtico yo. Al amparo de esta experiencia quizá más de uno haya experimentado en estos días el valor de la vida, de la amistad, del perdón, de la reconciliación… Una mujer, renacida de entre los escombros, me escribía algo maravilloso, que me ha acompañado, como la mejor oración, a lo largo de este tiempo: “Decirle a Dios, en medio de la oscuridad de mi encierro, “recógeme tú y dame vida”, repetirlo hasta el cansancio, me recordó que no estaba sola, que no moriría sola”. Más allá de fondos de reconstrucción, … alguien tendría que ayudarnos a leer con fe y esperanza qué significa renacer de los escombros.
Noticia original: Diario EL COMERCIO
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