Después de Betania, todo adquirió un nuevo significado. En el momento en que la hoguera se apagó y Judas salió de la escena, todos nos quedamos en un profundo silencio. Algo atravesaba nuestras gargantas, como si las cuerdas vocales se hubieran atrapado y no pudiéramos expresar ni un solo sonido. La casa seguía llena de olor a nardo, y la intimidad de ese encuentro nos hacía permanecer en un momento íntimo, era fácil recordar otras situaciones en que Jesús se había dado el tiempo de compartir con cada uno y con cada una, historias de un a tú a tú, que había cambiado toda nuestra vida.
La noche se había alargado mucho, y el cansancio ya se notaba en los cuerpos de los que estábamos ahí alrededor de la mesa, alguien dijo que era el momento de dormir, y de preparar los espacios para que cada uno y una encontrara su lugar. Yo no podía. Haber estado a los pies de Jesús, secando sus cabellos y esa mirada traspasada donde tanto se reveló, hacía que no pudiera cerrar los ojos y que el sueño me invadiera. Salí, la noche estaba clara, la luna que iba camino a estar llena, iluminaba los rincones, la hoguera se había apagado por completo y sólo el ruido del viento se colaba por el espacio pequeño de ese patio, donde tan solo hace unas pocas horas, las palabras de Jesús sobre el relato de la creación habían hecho latir mi corazón a mil por segundo….
Seis días antes de la Pascua… ya no faltaba casi nada para celebración de los panes sin levadura. Esa celebración central en nuestra vida como judíos, y que nos reunía en familia. Este año habíamos decidido pasarla con Jesús, algo en el ambiente hacía que quisiéramos pasar todo el tiempo posible con él. Las cosas estaban tan tensas, desde que había resucitado a Lázaro, todo tenía encima un peligro de muerte, y ciertamente nuestras vidas también estaban en riesgo. Sin embargo, ¿qué podíamos hacer? ¿Realmente íbamos a dejar solo a Jesús? Todos nosotros habíamos sido parte de esto. Había tantas preguntas en mi interior, y la noche por más luminosa que estuviera no las podía aclarar. Así, el sueño llego a mi cuerpo, entré a la casa, me tendí y al ir cerrando mis ojos, volví a verme en el suelo con los ojos fijos en Jesús y me dormí.
Al día siguiente, muy temprano, al alba, todos comenzaron a despertarse, era preciso ordenar la casa, prender la hoguera en el patio y sentarnos a la mesa al comenzar el amanecer. De pronto, los que habíamos pasado la noche juntos, decidimos seguir el camino a Jerusalén junto con Jesús. La comunidad íntima tenía que estar reunida. Era nuestro deber y además nuestro anhelo más profundo. Así fue como nos pusimos en camino.
La fiesta que acontecía era larga, de profundo y vital significado, vivida de generación en generación. Siete días nos quedaban por delante. Cuando íbamos de camino, el primer día de la fiesta de los panes sin levadura Jesús iba en medio del grupo, caminando a paso lento, mirando el paisaje, a ratos en silencio, a ratos conversando, de pronto se acercaron a él Pedro y Juan, y le preguntaron: “¿dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?” Era una muy buena pregunta, era menester encontrar un lugar, para celebrar la Pascua, y Jerusalén seguramente iba a estar lleno, todo el mundo iba para allá. Pero Jesús ya se había adelantado a esto, así es que su respuesta fue que se adelantaran y buscaran a una persona, con tales rasgos y que él los llevaría al lugar para que pudiésemos preparar[1].
Al escuchar esto, me acerqué a Pedro y le dije que lo quería acompañar. Ante esta petición, Marta, que miraba a lo lejos este diálogo, se acercó para ver lo que estaba pasando, y al enterarse que yo quería ir junto a los discípulos a buscar el lugar para preparar la cena me dijo que ella también vendría conmigo junto a otras mujeres para dejar todo listo.
Era lógico que Marta quisiera estar en esta labor, lo extraño era mi ímpetu en dejar a Jesús e irme con los discípulos, pero sabía que era menester tener todo preparado para lo que íbamos a vivir, y las manos eran necesarias. Dentro de mí, estaba el recuerdo de un gesto que se celebraba en esta noche que era muy importante, año tras año, había escuchado al más pequeño decir, “y contarás a tu hijo en aquel día, diciendo: ‘esto es lo que Dios hizo por mí cuando salí de Egipto’”[2]; nuestra historia de liberación por nuestro Padre, y hoy tan actualizada en Jesús. Él había removido en mi interior todo esto, y me hacía agradecer profundamente la historia de nuestro pueblo y mi propia historia. Yo quería tener todo listo para cuando Jesús llegara.
Hicimos lo que él dijo, y fuimos en busca de aquel señor, seguimos las indicaciones de Jesús, hasta que nos encontramos con la persona. Juan repitió las mismas palabras que Jesús había dicho: “El Maestro dice que se acerca el momento, y quiero celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”[3] grande fue nuestra sorpresa cuando Efraím, la persona a la que estábamos buscando, no solo no le sorprendió nuestras palabras, sino que una sonrisa se escapó de su cara, y nos dijo: “Vengan, hace tanto tiempo que estaba esperando este momento. Fue producto de una conversación que tuve con Jesús hace mucho tiempo, y él me dijo que iba a pedirme comer esta Pascua conmigo y con ustedes, en mi casa, mi humilde casa, yo sabía que en ese diálogo que tuvimos ‘de corazón a corazón’, el Maestro había descubierto que en mí latía el amor por el Reino y que yo había confiado en su Palabra. Que ustedes vengan hoy acá conmigo, hace que ese diálogo que tuvimos sea tan real, y que en ese día Dios actuó y cambió mi historia para siempre”.
Mientras estaba unos pasos más atrás, escuchaba lo que decía este hombre, y me sonreía, recordando a tantas personas que habían dicho lo mismo. Lo especiales que se sentían al estar con Jesús, ya sea en ese trato personal e íntimo con él, o ya sea en la multitud escuchándolo o compartiendo juntos el pan. Él, rápidamente nos llevó a su casa, nos presentó a Esther su esposa y le dijo a ella que estuviera atenta a cualquier cosa que necesitáramos.
Rápidamente las mujeres que estábamos ahí nos pusimos manos a la obra, algunas debíamos ir a buscar las hierbas y las semillas para el pan de que debíamos hacer y otras tomamos la labor de limpiar la casa, rito sagrado que se debía cumplir como signo de la limpieza del pecado. Era tan extraño todo lo que pasaba en mi interior en ese momento; no podía olvidar lo sucedido. De pronto, evoqué en mi interior un encuentro con Jesús en el monte, al hablar de las bienaventuranzas, y recordaba cuando él nos invitaba a ser ‘Sal de la Tierra y Luz del Mundo’[4], a vivir una vida limpia.
Un destello de luz me iluminó, recordé el dolor del cuerpo de Jesús durante los días anteriores, tanto en la cena de mi casa, como durante el camino, y sentí que lo que íbamos a vivir era profundamente sagrado, intimo, pero también una sensación de que el hecho de estar reunidos aquí en Jerusalén, podía significar vivir los últimos momentos. ¿Por qué, por qué pensaba en aquello? ¿Por qué estaba tan fatalista? Es verdad que las cosas estaban difíciles, pero ¿cuándo no lo habían estado? Algo del dolor de Jesús lo tenía impregnado en el mío, en fin. Mejor seguir barriendo, la habitación era grande y alfombrada, y en cada movimiento sabía que estaba limpiando mi propia alma y la de los nuestros.
Llegada la tarde, Jesús llegó con los demás[5]. Todos venían cansados. Nos reunimos alrededor de la mesa, una jofaina estaba en la esquina. Nos sentamos, de pronto el bullicio en el que estábamos se fue transformando en un profundo silencio. De pronto sentí que Jesús me miraba, nuevamente nuestras miradas se atravesaban, esta vez una sonrisa lo iluminaba todo. Jesús me buscaba, y en esa mirada se encontraba el gesto amoroso de la adoración. Mi cuerpo arrodillado ante sus pies había sido el signo más profundo de amor que de mi se hubiera podido expresar, y Jesús así lo vivió. El perfume en su cuerpo, signo de unción, lo había santificado y había preparado el corazón para lo que pronto acontecería. En esa mirada de amor, de complicidad y ternura, Jesús de pronto me dejó helada, cuando lo vi pararse, lentamente se acercó donde estaba la jofaina, se quitó el manto, tomó una toalla que estaba cerca y se la colocó en la cintura. Los que estábamos ahí podíamos recordar lo que noches anteriores en Betania habíamos vivido. Pero no era yo, ahora era Jesús, era el Maestro, quien hacía ese gesto de amor extremo. Lentamente, Jesús se fue acercando a cada uno y a cada una, el tiempo parecía paralizado, en cada gesto, tan personal e íntimo, parecía que Jesús se daba el tiempo de rememorar la historia personal. Los gestos, las palabras, las miradas, las sonrisas, las inquietudes, que cada uno tuvo el día que nos llamó por nuestro nombre. Para que compartiéramos juntos el Reino de Dios que ya acontecía entre nosotros. Jesús iba de uno en uno. Con detalle, con cariño, con paciencia. De pronto llegó donde Pedro. Él realmente se encontraba perturbado, no podía dejar que Jesús hiciera este gesto, no lo quería, no lo aceptaba. En ese silencio incómodo, se escucharon unas palabras claras: “Señor, ¿cómo vas a lavarme tú, los pies a mí?” Jesús le respondió: “Lo que estoy haciendo, tú no puedes comprenderlo ahora, lo comprenderás después” Pero Pedro seguía rehusándose. Para él era inconcebible que Jesús estuviera lavándole a los pies a él. Por eso, le repitió: “Jamás permitiré que me laves los pies”. Entonces, Jesús lo miró fijamente. Pedro sintió esa mirada, como cuando lo había reprendido al decir que él debía elegir otro camino; con fuerza, pasaron por nuestra memoria esas palabras tan fuertes que le dijo días antes: “Apártate de mí… porque tú no piensas como Dios sino como los hombres”[6], a lo que Jesús ahora agregó: “Si no te lavo los pies, no tendrás nada que ver conmigo”. Ante estas palabras tan duras, Pedro, cuando Jesús estuvo a sus pies, permitió que se los lavara. Ese pescador fornido y terco, ahora mostraba ser un hombre, frágil y emocionado porque, a quien él había llamado su Maestro, estaba haciendo un gesto de profundo amor y servicio.
Al terminar, Jesús volvió a colocarse el manto, y nos miró. El encuentro personal y comunitario había sido tan profundo, en este silencio que nos envolvía, que después de fijar la mirada en cada uno y en cada una, nos dijo: “Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque efectivamente lo soy. Pues bien, si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, ustedes deben hacer lo mismo unos con otros”.
Aquel momento había que procesarlo. Jesús me volvió a mirar y me sonrió, bajando su rostro, volvió a mirarme y calladamente, me susurró un “gracias, María”. Mi corazón se aceleró, lo miré de nuevo, y mi boca en un susurro pronunció, “gracias, Jesús”.
Luego, Jesús se sentó a la mesa, y todos lo hicimos con él. La mesa la habíamos compartido tantas veces, tantos recuerdos se agolpaban a partir de la fraternidad que habíamos aprendido a ser. No sé como explicar este momento, recordábamos las historias de nuestro pueblo, y leíamos las lecturas que de generación en generación se han pronunciado, para conmemorar la Pascua, y esta vez, nos sonaban nuevas, actualizadas. En este momento en que todo pendía de un hilo, cada una de estas palabras que se expresaban alrededor de esta mesa, parecían ser vividas minuto a minuto. Nuestro Dios triunfó, nuestro Dios va a triunfar.
De pronto, al terminar las lecturas, en medio de la noche, con la luz de las velas, y las sombras que se dibujaban en las paredes, Jesús nos dijo, “¡Cómo he deseado celebrar esta Pascua con ustedes antes de morir! Porque, les digo, que no la volveré a celebrar hasta que se cumpla el Reino de Dios”[7].
¿A qué se refería Jesús? ¿De qué muerte está hablando?, ¿Se refiere a este paso de la muerte a la vida? Entonces, de pronto, seguimos celebrando nuestra cena, los momentos vividos se atesoraban en esa noche, cada uno podía resignificar cómo había empezado toda historia. Y Jesús volvió a hacer un gesto de profunda intimidad, tomó el cáliz que estaba cerca suyo, dio gracias a Dios, por todo lo vivido, y por todo lo que vendrá y lo repartió entre nosotros. Lo mismo hizo con el pan, mirándonos fijamente a los ojos nos dijo: “Este es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”[8]. Beber del mismo cáliz y comer del mismo pan, sacando del mismo plato, era un gesto de tanto amor.
Las horas pasaban, nos mirábamos atentamente los unos a los otros, las unas a las otras. Jesús hizo un silencio, nos hizo tomarnos de las manos, y agradeció al Padre por la comunidad que éramos. Por lo que habíamos aprendido a ser. Y nos dijo: “Ámense los unos a los otros. Como yo los he amado, por el amor que se tengan los demás reconocerán que son mis discípulos, mis amigos, mis hermanos y hermanas”[9].
De pronto, al terminar estas palabras, Jesús se levantó, abrió la puerta y salió.[10]
María José Encina Muñoz.
Hermana comunidad Adsis.
[1] Mt. 26,17-18; Mc. 14,12-13. [2] Éx. 13, 8. [3] Mt. 26,18. [4] Mt. 5, 13-14. [5] En adelante, salvo cuando se indique algo diferente, las referencias son todas del Evangelio de san Juan, capítulos 13 y 14. [6] Mt. 16, 23. [7] Lc. 22, 15-16. [8] Lc. 22, 19-20. [9] Cf. Jn. 13, 34-35. [10]Mt. 26, 46.
Fuente original: Junto al maestro. Mujeres con Jesús. Cote Encina