Decía Chesterton que lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo, lo cual resulta especialmente evidente cuando nos zambullimos en la cultura de la apariencia y del consumo.
Cualquier oferta, debidamente publicitada se convierte en tentación y casi casi en obligación. Da la sensación de que el cerebro no tuviera suficiente oxígeno y que la capacidad crítica se extinguiera como por arte de magia… Lo de creerse cualquier cosa no afecta sólo al mercado, sino también a los valores, a la cultura y a la política y, ciertamente, a la religión. De pronto, hasta las certezas se han volatilizado y lo que ayer o anteayer parecía inamovible y definitivo se ha vuelto relativo y provisional. Las afirmaciones políticas y económicas de hace apenas un par de años se han diluido en el “veremos qué pasa” a la vuelta de la esquina.
El último debate económico si algo deja en evidencia son los distintos juicios del pasado, las interrogantes vigentes y un futuro incierto. Es evidente que los políticos y los tecnócratas tienen su palabra, pero la palabra más importante la tiene la persona y, colectivamente, el pueblo. El gran riesgo de esta revolución cultural de talla única es que los ciudadanos se conviertan en consumidores acríticos y compulsivos y renuncien a pensar y a reivindicar los espacios de la participación y de las decisiones.
Cuando esto ocurre nos alejamos más y más de la democracia y, en tal caso, el Estado subsidiario (¿recuerdan las palabras de Francisco a la sociedad civil ecuatoriana?) se transforma en el Estado gerente, que planifica lo que es bueno, lo ejecuta, lo impone y, de paso, le corta las alas al soñador y la libertad al disidente. Lo que está en juego en esta sociedad nuestra, tan maltratada por los intereses de unos y otros, es saber qué queremos, cuál es nuestra más honda aspiración: ¿ser cóndores o gallinas? Un desdoblamiento que Leonardo Boff convirtió en metáfora de la condición humana.
El cóndor (Boff hablaba del águila) significa la capacidad que el hombre tiene de trascender su límite, sus sueños y utopías. La gallina (nunca la desprecien, acuérdense de los huevos de oro) representa el sentido del arraigo, de la adaptación al medio, al sistema social y político imperante. En la construcción de lo humano entra todo, por eso, no se resignen a volar bajo, a ras de tierra. No todo vale cuando lo que está en juego es nuestra capacidad de pensar, sentir y elegir, no desde el egoísmo y la codicia, sino desde la solidaridad y el amor por la vida a partir de los más amenazados. Necesitamos el valor de hacer camino donde no hay camino. Ya es hora. No tengan miedo. Chesterton tenía razón: cuando todo vale ya nada tiene valor. La imposición se maquilla como si fuera una oferta atractiva y ya solo queda bajar la cabeza y acostumbrarse.
Este contenido ha sido publicado originalmente por Diario EL COMERCIO