En una ocasión visitó Taizé San Juan Pablo II, y en la iglesia de la Reconciliación, donde nos reunimos tres veces al día para rezar, dirigió unas palabras a los jóvenes explicando por qué se viene a Taizé y lo que la Iglesia espera de ellos:
“Se pasa por Taizé como se pasa junto a una fuente: el viajero se detiene, bebe y continúa su camino. Los hermanos de la comunidad quieren, mediante la oración y el silencio, permitiros beber el agua viva prometida por Cristo, conocer su alegría, discernir su presencia, responder a su llamada. Después, volver a partir para testimoniar su amor y servir a vuestros hermanos en vuestras parroquias, vuestras ciudades y vuestros pueblos, vuestras escuelas, vuestras universidades, y en todos vuestros lugares de trabajo.”
Con esta disposición, la última semana de julio nos juntamos 64 jóvenes que estamos en relación con las parroquias y comunidades Adsis de Asturias, Bizkaia, Canarias, Gipuzkoa, Madrid y Valladolid, además de los jóvenes Adsis de Rumanía con los que nos reunimos un día más tarde ya en Taizé.
Para quien nunca haya escuchado hablar de los Hermanos de Taizé, hay que decir que tienen su origen en la Segunda Guerra Mundial, cuando su fundador, el Hermano Roger, se dedicaba a acoger a los judíos, que eran perseguidos por los nazis y querían escapar de Europa. Una vez finalizada la guerra, decidieron establecerse en Taizé y crear un espacio de encuentro con jóvenes de todas partes del mundo y abierto a personas de cualquier creencia, para demostrarle al mundo que era posible la convivencia con personas de diferentes culturas y religiosidades. Esto hizo mucho por la unión de una Europa tan desestructurada como la que se quedó después de la guerra. Hoy en día, la comunidad está disponible para acoger a quienes deseen pasar por esta fuente durante todo el año, aunque los momentos de mayor afluencia son Pascua y los meses de verano, en los que pueden llegar a juntarse hasta 5000 personas, siendo unas 3000 las que llegan y se marchan cada domingo.
Cuando uno pone los pies en Taizé, hay que abrirse a la magia, a lo inesperado, y dejarse llevar. Cada uno va a Taizé para descubrir o redescubrir el sentido de su vida, para retomar aliento y prepararse para asumir responsabilidades al regreso a casa. Es una semana de convivencia donde se comparte todo con jóvenes de otros países y continentes en un estilo de vida muy simple.
Nuestro viaje comenzó en Madrid, salimos en autobús un sábado por la tarde desde la Parroquia de Las Rosas y fuimos pasando por Aranda de Duero y Donosti para recoger al resto de compañeros. Tras 20 horas de viaje llegamos al fin a Taizé y nuestro grupo fue acogido por Mª Ángeles, una voluntaria que ya había venido varias veces a Taizé, y por el Hermano Cristian, de Chile, a los que escuchábamos con atención sentados en el suelo y con nuestras camisetas naranjas Adsis-Taizé recién estrenadas. Nos explicaron dónde nos alojaríamos y las distintas maneras de vivir la semana en Taizé. Una de ellas era pasar la semana en silencio, que eligieron algunos del grupo, aunque el ritmo de una jornada típica era: comenzábamos el día a las 8h15 con la oración de la mañana, y luego desayunábamos a las 9h00. A las 10h00 tenían lugar los grupos de reflexión bíblica, que llevaban los propios Hermanos de Taizé, y que estaban separados en grupos según franjas de edad. Tras la charla, teníamos un poco de tiempo de reunión en grupos más pequeños de cinco o seis personas, en los que meditábamos y discutíamos a partir de las reflexiones que el Hermano había compartido con nosotros esa mañana. Estas reuniones eran momentos importantes del día, momentos en los que compartes tu vida y tu experiencia de fe con personas que han crecido y viven en culturas distintas a la tuya; pero no importa, porque estamos allí por algo más fuerte que nos une, una inquietud que nos impulsa a buscarle un sentido a la vida a través de los demás. En varias ocasiones escuché lo sorprendidos que se sentían algunos al descubrir la confesión religiosa de los que estaban con él en el grupo, pues llevaban varios días compartiendo sus vidas y hasta que no salió alguna palabra como “pastor”, o alguna otra palabra clave, no se daba cuenta de que el otro era protestante, o anglicano, o reformista, o luterano… Es decir, es más lo que nos une que lo que nos separa.
Después de los grupos de la mañana teníamos una oración a las 12h20 y después, la comida a las 13h00. Después de comer había una hora de ensayo de cantos para todo el mundo, y luego otra hora para los que estábamos apuntados en el coro. Los cantos de Taizé son uno de los elementos clave de las oraciones; son canciones cortas, a cuatro voces, de una o dos frases, que se repiten constantemente a modo de mantra, y te ayudan a entrar en la meditación y el diálogo con Dios. Sentirse parte de cuatro mil voces, entonando uno de estos cantos en cualquier idioma, es una experiencia única que difícilmente se puede olvidar.
El resto de la tarde se organizaba de forma más variada con otras actividades como talleres, encuentros por países, se continuaban algunos de los pequeños grupos de la mañana… Además, también había un lago donde podías ir en cualquier momento a retirarte en silencio.
A las 19h00 se cenaba y a las 20h30 acudíamos a la oración de la noche; al terminar, podías ir al Oyak, un espacio destinado a reuniones más lúdicas donde siempre había bailes, juegos y muchas canciones populares de cada país. Otra opción era quedarse en la iglesia todo el tiempo que quisieras: después de la oración ya no había más actividades previstas y, junto a los cantos que no cesan, es fácil entrar en un estado de recogimiento y oración. Personalmente, prefería esta opción, y me quedé la mayoría de las noches acompañando los cantos, hasta que me daba cuenta de lo tarde que era y que había que irse a descansar. Hacer oración en Taizé ya es una experiencia en sí. Tiene un estilo propio: un pequeño texto de la Biblia leído en varios idiomas, silencio y cantos; con sólo eso se facilita los momentos de oración y el encuentro personal con Dios.
Las oraciones del viernes y del sábado eran más especiales. El viernes se hacía la Adoración de la Cruz, en la que íbamos pasando poco a poco a la cruz de Taizé y, apoyando la frente sobre ella, podíamos pasar algunos minutos junto a Jesús. El sábado era la oración de Resurrección: cada uno teníamos una vela que encendíamos con la de nuestro compañero, y transmitíamos a los demás como signo del Amor de Jesús, vida que vence a la muerte.
Una tarde tuvimos un encuentro muy especial con el Hermano Mikel, de Vitoria, que nos recibió a la hora de la merienda y pudimos intercambiar impresiones con él y nuestras experiencias personales que nos habían traído a Taizé.
Otro de los momentos más bonitos de la semana fue la Eucaristía que celebramos todo nuestro grupo en la cripta que hay junto a la iglesia. Invitamos a unirse a algunos de los amigos que ya habíamos hecho y a Andrés, un joven de Adsis Joven de Santiago de Chile que nos reconoció por casualidad gracias a nuestras llamativas camisetas naranjas de Adsis-Taizé por las que ya nos conocían todos. ¡Todo un lujo de regalo conocerlo!
En la mañana del domingo, ya el día de marcharse, celebramos una bonita Eucaristía en la que vivimos juntos una experiencia de comunión, como conclusión de una semana tras la que nos sentíamos con fuerzas renovadas y con la alegría de descubrirnos parte de algo mucho mayor que nos une en todas partes del mundo, con un lenguaje u otro.
Después de pasar como pudimos el amargo rato de las despedidas, y agradecidos por la experiencia vivida, fuimos a comer a Cluny, un puedo a diez minutos de Taizé. Allí nos despedimos de los chicos de Rumanía y pusimos rumbo de nuevo a España, convencidos de que volveríamos pronto, y deseando transmitir toda esa paz y confianza con la que nos habíamos cargado. Taizé sí que es una fuente…
Jose Manuel García Gollonet