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A lo largo de estas semanas de confinamiento obligatorio estamos teniendo tiempo para hacer y afrontar tantas cosas a las que ya no estábamos tan acostumbrados: leer, charlar con la familia, jugar y estudiar con los hijos, ver TV y cine, dormir un poco más de la cuenta, arreglar armarios, reparar goteras, cocinar rico y ¡hasta rezar!

De pronto, las imágenes cobraron fuerza por encima de las palabras, del vértigo y de las prisas, imágenes que siempre existieron pero en las que apenas reparábamos: el sufrimiento de la gente, la angustia ante la muerte propia o ajena, los féretros de cartón, las fosas comunes, la lucha por una mascarilla de usar y tirar, el valor de las cosas pequeñas, la nostalgia del abrazo y del beso, las calles desiertas (aunque no tanto), la Plaza de San Pedro vacía y un Papa capaz de reflejar la tristeza de todos bendiciendo a la ciudad y al mundo, a nadie y a todos.

En poco más de un mes se viró la tortilla y el mundo despistado y arrogante se encogió como una uvita pasa. Ojalá que sea para bien y, cuando esto pase, no volvamos a las andadas: a levantar muros, comprar armas y abrir nuevos frentes de guerra, fastidiar al vecino, mezquinar derechos y olvidarnos de nuestras obligaciones y responsabilidades. ¡Endurecer el corazón es tan fácil!, sobre todo cuando la amnesia se apodera de nosotros y los intereses inmediatos, es decir, la plata, nos hace olvidar nuestros mejores propósitos.

Sin duda que el desconcierto y el dolor de este tiempo nos ha hecho a todos más interiores, humanos y espirituales. Y es lógico que así sea. Cuando el hombre se ve indefenso y necesitado aprende a mirar a lo alto y a buscar esperanza allí donde realmente la puede encontrar.

Sería faltar a la verdad y un tanto estúpido ignorar la gravedad de lo que acontece. Todos y cada uno ha de poner de parte y luchar para que esta horrible pandemia pase y deje el menor número de muertos y de destrucción social y económica. Pero no sólo calculen sus pérdidas, contabilicen también sus ganancias: el hecho de estar vivos, de tener cerca a sus familiares, de tener fe en medio de la prueba. Laméntense, eso sí, por aquellos que nada de esto tienen, ni familia, ni casa, ni comida y viven constantemente en el riesgo de infectarse. No sólo pienso en los empobrecidos de nuestro mundo ecuatoriano y del mundo entero, sino también en los profesionales y empleados que cumplen con su deber de forma generosa y admirable para que la salud y la vida de cada día no colapsen y podamos seguir adelante.

De esta dura experiencia algo bueno tendremos que sacar. En vez de maltratar a tu mujer, a tus hijos o a la suegra en tu particular ring de 60 metros cuadrados, repartiendo culpas que nadie tiene, aprovecha la oportunidad para ser mejor, más amable, más paciente, más solidario. Si haces ejercicios de bondad, algo bueno quedará para después.

 

 

Fuente: El Comercio